domingo, 27 de agosto de 2017

Amores de Verano: 'El Parque de las Losas Rojas'


Recuerdo la primera vez que nos vimos, el rumor de las hojas frescas y revoloteantes del parque de pequeñas losas rojas, cuya cantina era eje y sinónimo de refresco ante un calor vehemente. Yo, un niño enérgico y mandón con una camiseta estampada, centro del mundo adulto y juvenil. Siempre con un foco sobre mí y una mirada carente de  humildad apuntando como un faro hacia el exterior. Tú, un niño tímido, de esos que pese a ser verano visten camisa,  se acerca y me pide jugar con él. Mi infantil mentalidad reaccionando ante ese fenómeno con un asombro curioso corre tras de ti, preguntándose como una criatura de tu condición podría siquiera acercarse a alguien de la mía, cada vez atrapando con más insistencia el aire que deja tu estela, con una necesidad apremiante de conexión. Gracias a ti, esquive el ser algo más, algo peor, y simplemente fui un niño...

Cada verano terminaba y daba lugar al hastío, siempre esperando tu vuelta, la vuelta de mi mejor y único amigo, mi compañero. ¡Cómo me iluminaba las semanas anteriores pensando en tu regreso!, en volver a compartir historias, tropelías y reír sentados sobre un césped mojado en el parque que se hizo nuestro y que nos valía a ambos continuas riñas de nuestros padres. Qué fácil era ser niños.

Un día, un año, otro verano; crecimos. Ambos sentimos un cambio. Tú te acomodaste a tu personalidad y dejaste de correr por todas partes. Te volviste más taciturno. Yo, por el contrario, me volví aún más enérgico. Así mismo, nuestra personalidad se tergiverso en un opuesto diametral. Polo positivo y negativo, destinados a iluminar dos vidas: la tuya y la mía.

Nuestro despistado amor infantil dio paso a algo más complejo, más hormonal y más incómodo. Un saber tácito que me acarreaba inseguridad: competir contra tu madurez, aquella que amenazaba mi temor a la sensatez.

Un verano, una diferente reunión. Nos sentábamos a charlar, íbamos al cine y a la playa. Y yo notaba la exasperación que emanaba tu mirada, la decepción del rechazo de mi miedo adolescente. Mi mente gritaba, mi cuerpo rugía y se estremecía, llamándote.

Un día acudiste a la llamada, venciendo tu inusitada timidez, y nos fundimos en un beso; un abrazo. El cariño de años y años de contención estalló en el intercambio del amor de toda una vida, tan efusivo, tan boyante, tan ávido, tan pasajero...

Nos descubrimos el uno al otro, y por el camino descubrimos mucho de nosotros mismos, tanto que quisimos abrazar la vida aún con más brío. Pero el verano se acabó y nuestras ansías se vieron truncadas por el invierno, que congeló nuestra pasión, y te congeló a ti para siempre en mi recuerdo.

Viví, y comprendí que vivir significaba decepcionar. Nos defraudamos pensando, jóvenes como éramos, que las cosas duraban para siempre, que nuestra fidelidad sería eterna. No discerníamos que para comprometernos debíamos ser adultos, y que, para ser adultos, primero habíamos de errar. 

Ahora, mientras trato de dominar mis agitadas canas, observo con añoranza una foto escondida entre el polvo y las telarañas del recuerdo, una imagen -un espejo- mental de una felicidad inconsciente y torpe, pero tan eterna como cualquier otra de las que he vivido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario